Hola amigos. Hace tiempo que sólo mando fotos con un mensaje que espero os llene el Espíritu. Como estuve en un bello paraíso; Menorca, hace poco, quería aprovechar sus parajes para hacer algo distinto, que ese mismo lugar me inspiró. Pero hoy quiero referirme a un amigo muy especial, que tuve cuando era una niña: “Pichi” porque también esta experiencia, puede transmitir algún que otro descubrimiento.
Ya sólo el nombre os habrá hecho entender que solo la inocencia de una niña podía elegir aquel alias, sobre todo si además se trata de un pequeño pollito coloreado de amarillo chillón.
Lo compré en una feria en mi tierra natal, Palencia. Me acompañó durante varios meses, porque le cuidaba de maravilla: le compraba su pienso preferido, le hice una casita de cartón, le sacaba constantemente y jugaba con él y se mostraba siempre muy entusiasmado con mi amor, al igual que yo con su particular manera de acudir a mí a todo trote, en cuanto oía mi voz. Éramos sin duda, grandes amigos. Nuestro amor y entrega eran totales. Recuerdo incluso, que cuando salía del colegio, estaba deseando llegar a casa, solo por verle y cuidarle. Sin duda, una hermosa historia de amor que un día se truncó.
Todo ocurrió cuando fui a una boda con mi madre. Mi padre no quería aceptar la invitación, pero mi madre si, a si es que no me quedó más remedio a mí, que ser la acompañante de mi progenitora. Fue una ceremonia larga, tanto que recuerdo que comimos tan tarde, que el hambre que en un principio sentí, consiguió que se me cerrara el estómago de tal forma, que no ya ni le sentía. Sin embargo, la comida-merienda-cena, llegó y tras comérmelo todo, fui a jugar con unos niños que gracias a Dios, también habían sido invitados a la boda y pude estar entretenida.
Sin embargo, algo frenó mi diversión. Todavía no había anochecido, pero yo sentía la necesidad imperiosa de que nos fuéramos a casa. Mi madre no paraba de decirme que dejara de incordiarle y disfrutara con los niños, pero no podía. Sentía como si mi pollito se estaba despidiendo de mí y yo no podía o mejor dicho, no quería entender nada.
Finalmente cedí, más por obligación que por otra cosa y cuando terminó tantas risas y juerga, el cansancio hizo mella en los mayores y pudimos irnos.
Mi corazón no dejaba de latir a gran velocidad hasta que llegamos a casa. Recuerdo que cuando entré por la puerta, a pesar de saber que él ya no estaría esperándome entusiasmado por oír mis gritos nombrándole, yo reproducía en mi cabecita, su característico piar, aun a sabiendas de lo que me había sucedido horas antes, anunciándome su adiós.
La cara de mi padre era un poema dramático al ver la escena. Hasta el último segundo quise negar lo evidente y sólo cuando le tuve entre mis manitas, inerte, lo acepté…, llorando a moco tendido hasta el alba. Ni siquiera mi padre pudo decirme, durante mucho tiempo, la causa real de su muerte. Él lo había pisado sin querer. Me conmovió que él pensara que yo podía recriminarle nada. Fue un accidente. Pero él sabía lo que había entre los dos.
Os cuento todo esto, con el propósito de que entendáis que yo creo que los animales son mucho más especiales de lo que podamos imaginar, aunque quizás tengamos que volver atrás para entenderlo, con el alma pura, de un niño. Tienen alma y Dios y los niños grandes y pequeños, los aman.
LOVE, Carmen.